Capítulo VI

La propiedad intelectual en el terreno abstracto de los principios. ¿Es un derecho natural o un derecho positivo?. Consecuencias resultantes en uno y otro caso. Fundamentos jurídico-filosófico de la propiedad intelectual. Discusión acerca del término: propiedad intelectual. ¿Deberá ser ésta perpetua o temporal?. Expropiación de los derechos literarios por causa de utilidad pública. Preceptos de las legislaciones italiana, mexicana e inglesa sobre el particular. ¿Es la propiedad intelectual un derecho personal o un derecho real. ¿Un derecho mueble o un derecho inmueble?. Disposiciones de algunas leyes extranjeras sobre el punto. Usufructo de los derechos literarios y si podrán ser dados en prenda. Derechos de los acreedores del autor sobre la propiedad intelectual perteneciente a este. Legislación comparada.

Después de lo estudiado en los Capítulos anteriores, debemos ahora tratar en este Capítulo y en los siguientes de la propiedad literaria y de la artística, únicamente como división importantísima de la propiedad intelectual, investigando cuál sea su naturaleza en el dominio jurídico y su discusión en el terreno abstracto de los principios, y luego, cómo la considera el legislador venezolano; las diversas leyes por él dictadas desde 1839 hasta 1894, (todavía vigente); las convenciones de que ha sido objeto la propiedad literaria y la artística en dominio del Derecho Internacional Público; las legislaciones vigentes sobre la materia en algunas naciones, la solución de los cuales tocan al Derecho Internacional Privado.

¿Que es la propiedad literaria? En definirla están acordes todos los expositores: es el derecho que corresponde al autor de una obra sobre las producciones de su genio o de su talento. Ya vimos atrás cómo este derecho es de reciente filiación. Adjudicamos a Inglaterra la primacía legislativa, en cuanto al tiempo, en punto a la propiedad literaria, y a España el honor de haber sido la primera nación que declaró la trasmisibilidad del derecho literario a los herederos del autor. Francia se ufana de ser la primera que reconoció los derechos de los autores, pero basta comparar las fechas de las disposiciones legislativas de los tres países para decidir la controversia en favor de la Madre-Patria y de Inglaterra.

Si bien los expositores no discrepan en cuanto a la definición de la propiedad intelectual, cesa el acuerdo cuando tratan sobre la naturaleza de este derecho. Para unos, es de derecho natural, es decir, anterior a todo reglamentación de la ley expresa y acreedora al respecto y a la garantía necesarios para su ejercicio, cualquiera que sea el lugar donde se encuentre su feliz poseedor. Para otros, el derecho literario o artístico no es sino una concesión del legislador que éste puede ampliar, modificar o limitar como plazca; para ellos no es sino una recompensa o indemnización que le poder social acuerda al autor de la obra por el servicio que le ha prestado publicándola, y le da el privilegio de publicación durante su vida y a los herederos o causahabientes por cierto tiempo después de la muerta de su antecesor o de su causante.

Mucho se ha discutido entre los escritores, jurisconsultos y publicistas sobre el asunto. A primera vista parece ociosa la discusión y pueril el debate, hasta el punto de que un autor la califica de vana querella de palabras. Más, a poco de reflexionar, se viene en cuenta de que determinar la naturaleza del derecho de propiedad literaria o artística tiene grande importancia. Para llegar a esta conclusión es necesario fijarse en las consecuencias que se derivan según se clasifique aquel derecho como positivo o como natural. Si es un derecho natural, cuando el Juez haya de aplicar la ley de la materia deberá ser, en la interpretación de ésta, siempre favorable al autor, pues la ley no hace sino reglamentar un derecho preexistente. Como consecuencia de esta concepción del derecho de propiedad literaria o artística, debe admitirse que el autor de una obra merece la protección legal aún cuando no goce de los derechos civiles acordados por el legislador sólo a los regnícolas en algunos países, es decir, que no se somete el derecho intelectual a la condición de reciprocidad legislativa, diplomática ni consuetudinaria. Bastaría en este caso que el autor hubiese registrado su propiedad en el país de donde es originario para que su derecho fuera respetado y protegido contra la reproducción fraudulenta, si es una obra literaria o artística; contra la indebida representación, si se trata de una obra dramática. Tal es el desideratum de la moderna ciencia internacional, según afirma el ilustre Pradier Foderé1. Las leyes sobre propiedad intelectual, o las Convenciones sobre la misma, tendrían efecto retroactivo en el sentido de que se aplicarían sus disposiciones aún a las obras publicadas antes de la vigencia del Tratado o de la promulgación de la ley. Los caracteres especiales de los fraudes literarios o artísticos, serían determinados por la legislación interna de cada Estado y aquéllos servirían también para juzgar de las reproducciones ilícitas de una obra extranjera, hechas sobre el territorio del Estado. Nunca el derecho intelectual concedido a los autores de otra nacionalidad puede exceder del plano concedido a los autores nacionales, pues sería un absurdo hacer de mejor condición jurídica al forastero que al nativo, cuando lo natural es que gocen de iguales prerrogativas en punto a los derechos privados, pues es completamente irracional pretender que el hombre pierda sus derechos por la sola contingencia de una cambio de situación geográfica. El derecho de autorizar la traducción de la obra pertenece al autor durante cierto tiempo, el que debería contarse a partir del día de la publicación de aquélla; mas, si el autor renuncia tal derecho o si la traducción por él permitida no aparece en el plazo anterior, entonces, cualquiera puede traducir libremente la obra literaria o científica. El traductor adquiriría los mismos derechos que el autor, mas no podría oponerse a que otras personas tradujesen el original extranjero, pues lo contrario sería conceder al primero un privilegio exorbitante que carecería de fundamento lógico. La mayor parte de las consecuencias que acabamos de enumerar han sido elevadas a la categoría de preceptos legales en algunas naciones, y han encontrado sitio adecuado en varias de las numerosas Convenciones internacionales sobre propiedad intelectual. Como ejemplo directo, podemos citar la Convención de París, celebrada durante la Exposición de 1878, y como ejemplo indirecto el artículo 1° del Decreto francés de 28 de marzo de 1852, que dice: «La falsificación en el territorio francés de obras publicadas en el extranjero y mencionada en el artículo 425 del Código Penal, constituye un delito». Dos eminentes juristas, italiano el uno 2, y americano el otro 3, han sostenido brillantemente los principios que hemos enunciado y los han incluido en el soñado Código Universal del derecho Internacional.

1. Pradier Fodéré. Traité de Droit Internacional Public Européen et Americain. Tomo IV, n° 2.221, pág. 1.064.
2. Pasquale Fiore. Nouveau Droit International Public suivant les besoins de la civilisation moderne. Tomo II, n° 903 y siguientes. página 222 y siguientes.
3. Dudley Field. Projet d'un Code Internacional. Página 310.

Si, al contrario, se considera el derecho intelectual como un derecho positivo, entonces, la interpretación del juzgador habría de ser, necesariamente, estrictísima y atender siempre más a la letra de la ley que al interés del autor. Considerando como derecho natural el derecho literario es una verdadera propiedad, con sus caracteres especiales. Si se lo considera como derecho positivo, viene a convertirse en un simple derecho de copia, reproducción o explotación.

Por nuestra parte creemos que el pensamiento es inapreciable, si se lo considera en el terreno abstracto de la psicología. Dentro del estrecho recinto cerebral el pensamiento es un prisionero de su autor y sólo a él pertenece en pleno y absoluto dominio. Pero una vez que lo expresa, no verbalmente, en palabras sabias, sino en valioso manuscrito o en cómoda forma impresa, entonces el pensamiento adquiere por virtud de esta expresión un valor apreciable pecuniariamente. Por supuesto que siempre es apreciable el pensamiento en el sentido de que está al alcance de todas las inteligencias que demoren en el mismo plano mental.

El valor pecuniario se refiere especialmente al derecho de fijar la idea, de reproducirla de manera material visible, de modo que su comunicación a los demás hombres sea permanente y constituya para el autor una fuente de ingresos más o menos crecidos. Así como el productor fabril es propietario del objeto fabricado hasta que se deshace de él, enajenándolo, también el que emite una idea es propietario tanto de ella como de sus resultados, bien sea ésta una obra literaria, artística o dramática o una invención industrial. Su derecho de propiedad está menoscabado si se considera que él no puede impedir que otro intelectual comprenda la idea y se aproveche de ella moralmente; más, en cambio, sólo a él corresponde la facultad de poner la idea al alcance de todos. Tiene como dice Massé4, no sólo el dominio directo )“ honorífico sino también el dominio útil. Por una parte aumenta su bienestar, es decir, sus goces físicos y morales, y por la otra, el autor o inventor tiene la facultad de recoger el provecho de sus obras o de sus invenciones. Los que atribuyen al derecho intelectual la cualidad de recompensa confunden lastimosamente el pensamiento, ser abstracto, que es, como dijimos atrás, inapreciable, mientras no se materialice, y la explotación del valor venal del pensamiento materializado en el manuscrito o en el libro. Son cosas absolutamente diversas el pensamiento abstracto y el pensamiento impreso. El autor escribe una obra con el objeto de darla a la publicidad, el compositor compone una partitura para que sea ejecutada y el inventor descubre un nuevo procedimiento industrial para ponerlo en aplicación. El lector, el aficionado a la música y el obrero no se apropian la obra, la partitura o el invento por el solo: hecho de la lectura, de la audición o de la aplicación. El pensamiento tiene valor porque está destinado a cumplir alguno de estos tres objetos. ¿Y, a quién debe pertenecer este valor venal? Indudablemente, dice Massé, debe corresponderle al autor o inventor que es el único autorizado para hacer efectivo el referido valor venal por medio de la explotación. Atribuir al inventor o al autor simplemente un derecho de copia, de goce o de reproducción, con el carácter de indemnización por un servicio prestado a la sociedad, es un razonamiento sin base racional. En efecto, se apoya tal afirmación en la errónea creencia de que el autor o inventor ha querido prestar un servicio desinteresado a los demás hombres. Ahora bien, en la casi totalidad de los casos lo que persiguen aquéllos es, a veces, la fama con su ósculo glorioso y en ocasiones, las más frecuentes, sólo el afán monetario los mueve y estimula. Mas, aún admitiendo que fuera cierto el postulado del desinterés recompensable de autores y de inventores, vendríamos a sostener que la sociedad está obligada a indemnizar a todos los escritores e inventores aún cuando las obras o inventos por ellos producidos no sean de ninguna utilidad; y lo que es más absurdo, aún cuando le fuesen evidentemente nocivos, y obligada la sociedad, en consecuencia, a pagar, no sólo servicios que no ha solicitado sino que hasta le han causado perjuicio. Es cierto que en la vida civil ordinaria existe el cuasi—contrato de gestión de negocios y el dominus (dueño del asunto) está en la obligación de indemnizar al gestor por sus gestiones, mas, nunca en caso de que éstas hubieren sido contraproducentes. Por una razonable analogía podemos imaginar entre el autor o inventor y la sociedad una gestión de negocios y aplicarles por consiguiente los preceptos que rigen este cuasi—contrato; y si un particular no está obligado a indemnizar a cualquier otro que oficiosamente y de buena fé se introduce en sus asuntos y le causa perjuicios, mucho menos la sociedad, que no es sino una reunión de particulares, debe recompensar a un escritor mediocre o a un inventor desacertado. Por estas razones creemos que el derecho intelectual constituye una propiedad sui generis, distinta de la común inmobiliaria. No cabe la semejanza entre la relación del dueño de un fundo con su cosa y la existente entre el autor y su obra. La propiedad territorial reposa sobre un acto de voluntad personal y de trabajo que establece entre la persona y la cosa una activa relación productora, fundada siempre en un esfuerzo. Cuando el dueño trasmite a sus herederos o causahabientes el fundo de que es propietario, también les trasmite la obligación del trabajo consolidable de la propiedad. Y esto es tan cierto que la incuria del dueño es castigada por la ley, la que adjudica la propiedad al nuevo ocupante, cuando éste continúa en su diligente labor posesoria por cierto tiempo, y viene la prescripción adquisitiva a armarlo con los derechos señoriales y a defenderlo contra cualquier intento de despojo. Si se trata de una obra, también se funda el derecho de su autor en un acto de trabajo, de esfuerzo mental, de producción fecunda. Mas, el acto de concebir las ideas es esencialmente personal, y el libro, resultado de la concepción, es fruto de un intenso trabajo interior. Subsiste esa relación siempre que subsista el autor, mas una vez desaparecido éste, desaparece aquélla necesariamente. La obra intelectual es comunicable a las demás inteligencias, pero sólo el autor tiene el derecho de modificarla, y si aquél ha muerto, nadie puede asumir su representación 5. A este respecto dice Casanova : «Los actuales herederos de Montesquieu, quizás, puedan a sus anchas cultivar los fundos y reformar de miles maneras el Castillo que de él hubieron y donde meditó durante veinte años el Espíritu de las Leyes: ¿podrían, acaso, modificar o meter la mano en la inmortal obra de su antepasado?»6. Opinamos como este eminente autor que las obras del genio no pueden ser trasmisibles a una sola familia ni enajenables a perpetuidad, pues aquél trabajó no sólo para la sociedad contemporánea sino también para la humanidad por venir7.

4. Massé.-- Le Droit Commercial dnas ses rapports avec le Droit des Gens et le Droit Civil.-- Tomo II, página 560.
5. En el mismo sentido véase M. T. Hue. «Le Code Civil Italien et le Code Napoleón. Etudes de Législation Comparée». T. I. página 233.
6. Ob. Cit. Tomo 1°, página 147.
7. En este mismo sentido véase: Planiol. Traité de Droit Civil. T. I. P. 822. 1907.-- Weiss. Traité Elémentaire Public Européen et Americain. T. IV. P. 1062.-- Massé. Le Droit Commercial dans ses rapports avec le Droit des Gens et le Droit Civil. T. 2°. P. 563.-- Renouard. Le Droit Industriel dans ses rapports avec les principes du Droit Civil. P. 432.-- Vidari. Corso di Diritto Commerciale. T. 3°. P. 155.-- Renouard. Traité des droits d'auteur. T. I. P. 437.-- Calvo. Le Droit International theorique et pratique. T. 3°. P. 5.-- Klostermann: Tutela dei diritti d'autore. P. 500. T. XIII. de la Biblioteca dell' economista de Boccardo.-- Courcelle Seneuil. TRatado teórico y practico de Economía Política. T. II. P. 80.-- Scaffle. Sistema social de la economía humana. P. 356.-- Bransalli. Il diritto costituzionale della política. P. 855.-- Le Gouillart. Traité du contrast de marige. I. 1°. P.385.-- Samper. Curso elemental de la ciencia de la Legislación. P. 362 y siguientes.-- Steins: La Scienza della pubblica ammisnistrazione. P. 936.-- Bonari: Commentario al Codice Civile Italiano. T. II. P 137.-- Bruzual López: Derechos de los venezolanos. P. 28; y otras muchos que omitimos para no hacer fatigosa la cita.

De acuerdo con este criterio está consagrada temporalmente la propiedad literaria en casi la unanimidad de la legislación universal. En efecto, entre los cuarenta y un países que tienen leyes especiales sobre la materia, sólo cuatro (Venezuela, Nicaragua, Guatemala y México) consagran la perpetuidad del derecho literario. La ley argentina de 16 de septiembre de 1919 y la rusa de 1911, que son las más recientes, establecen la temporalidad. Entre nosotros, como veremos en el siguiente Capítulo, fué temporal desde 1839 hasta 1887, año en que súbitamente varió el criterio del legislador y estableció la perpetuidad de la propiedad literaria y artística; sistema desdeñado por las naciones que ejercen en virtud de su altísima cultura la hegemonía intelectual.

La perpetuidad del derecho de propiedad intelectual consagra en la ley vigente constituye hoy una colisión con la Carta Fundamental, pues ésta en el N° 8° del Art. 22 garantiza a lo venezolanos: «La libertad de industria, salvo las prohibiciones y limitaciones que exijan el orden público y las buenas costumbres; en consecuencia, queda abolida la concesión de monopolios; y la Ley sólo otorgará privilegio temporal de propiedad intelectual, de patente de invención, de marcas de fábricas y para construir vías de comunicación, no garantidas ni subvencionadas por la Nación ni los Estados»8. Esta disposición acerca de temporalidad del derecho de propiedad intelectual se halla también en el Estatuto Constitucional Provisorio sancionado por el Congreso de Diputados Plenipotenciarios en 19 de abril de 1914 (garantía 8va, art. 16)9. Así es, pues, que cualquier ciudadano puede denunciar ante la Corte Federal y de Casación la mencionada colisión; y una vez declarada ésta debería el legislador dictar nueva ley en que se establezca la temporalidad del derecho. ¿Qué suerte correrían los privilegios otorgados? Aquí hallaría inmediata aplicación la teoría de los derechos adquiridos, la cual en este caso daría origen a curiosas discusiones doctrinarias. Por nuestra parte creemos que los privilegios acordados desde el 19 de abril de 1914 hasta hoy, serían anulados y los concedidos en época anterior, de 1894 a 1914, sometidos a la nueva ley, en la cual debería pormenorizarse el tránsito de un sistema al otro. Creemos jurídica esta solución, pues siendo la Constitución Nacional la primera y más eminente de todas las Leyes que los tratadistas agrupan bajo la denominación de orden público, no habría lugar a reclamación alguna, pues no es posible alegar derechos adquiridos contra el orden público.

8. Constitución de 19 de junio de 1914. Recopilación de Leyes. Tomo XXXVI. n° 11.554. pág. 213.
9. Recopilación de Leyes. tomo XXXVII, n° 11.524, pág. 89.

De esta conclusión deducen algunos expositores que el derecho intelectual no es una propiedad porque no es perpetuo (en la mayoría de las legislaciones, pues según la nuestra sí lo es, como veremos más adelante). Mas, basta reflexionar detenidamente para convencerse de la falsedad del argumento. No todos los derechos son absolutos, antes bien están racionalmente limitados. El derecho de propiedad de un inmueble está subordinado a las servidumbres legales que sobre él existan, así es que el dueño está obligado a soportar las aguas que naturalmente caigan en su fundo; no puede talar a su capricho los bosques existentes, cuando éstos están en las cabeceras de los ríos; no puede explotar a su arbitrio los yacimientos mineros que se encuentren en su propiedad. Y cuando el interés social requiere la demolición del edificio o la adjudicación del suelo, entonces la misma ley autoriza al poder social para arrancárselos al propietario por el procedimiento de expropiación por causa de utilidad pública. Tampoco el derecho sucesorio, es decir, el que corresponde a los herederos sobre los bienes de sus deudos, es indefinido, la ley lo limita al sexto, octavo u otro grado de parentesco, según las diversas legislaciones. Por consiguiente, pensamos que afirmar que el derecho intelectual no es una propiedad porque no es eterno, es completamente ilógico.

Prosigamos el paralelo entre la propiedad intelectual y la propiedad ordinaria. La propiedad de las cosas muebles está evidenciada y sostenida por el hecho de la posesión, hasta el extremo de que el derecho francés establece como adagio corriente en su legislación, que la posesión suple el título sin más requisito. De paso diremos que nuestra ley requiere además el lapso de tres años de ininterrumpido ejercicio de tal posesión. La propiedad literaria no puede ser asimilada a la simple detención de un objeto mueble. Cuando alguno trasmite un mueble a otro, le trasmite igualmente una posesión idéntica a la que él ejercía. Pero la relación entre el autor y su obra es incedible, inherente a la persona y no puede trasmitirse. No faltaría quien sostenga, dice Casanova, que esta misma razón se opondría a que el pintor o escultor pudiese trasmitir a sus herederos o vender a perpetuidad el cuadro o la estatua, obra de factura personal. Para responder a esta objeción basta recordar otro principio que se deduce de la naturaleza de las cosas y hace imposible toda identidad entre la propiedad del escritor y la del artista: el cuadro o la estatua tienen una naturaleza externa indivisible; son objetos muebles a los que el genio puede haber dado nuevas y más bellas formas, pero que tienen una individualidad y que no pueden multiplicarse ni esparcirse indefinidamente. En cambio, un libro tiene dos naturalezas distintas: una íntima, como obra intelectual, y bajo este aspecto, aun cuando permanezca idéntico a sí mismo puede ser reproducido indefinidamente por copias manuales y sobre todo por la imprenta; y otra externa, considerado aisladamente como ejemplar, y entonces es un objeto mueble como cualquier otro, susceptible de ser embellecido por el arte. Bajo este segundo aspecto tiene el libro un carácter de individualidad que en lo referente al derecho de trasmisión lo asimila a una objeto material. La diferencia entre ambos aspectos resalta evidentemente en el caso de sucesión hereditaria. Si el de cujus deja entre sus bienes varios volúmenes de su biblioteca, los herederos adquirirán la propiedad de éstos conforme adquieren la de los demás objetos materiales y los conservarán, si les place, en poder suyo a través de algunas generaciones descendientes. Mas, si el de cujus era autor de obras, el derecho literario pasa a los herederos, pero sólo por el tiempo que establezcan las leyes especiales de propiedad intelectual. La sustancia del libro pertenece indudablemente a su autor. Si se pretendiese aplicar idéntica regla en la atribución del libro considerado como objeto mueble, se incurriría en un error, pues equivaldría tal asimilación a confundir el elemento tipográfico con el intelectual. A esto replican dos eminentes filósofos alemanes10 que una vez emitido, el pensamiento puede ser copiado o reproducido por el solo hecho de la emisión. De que el autor sea dueño absoluto de sus ideas no cabe la menor duda, puesto que puede hacer que éstas permanezcan para siempre inéditas, si así lo quiere. Una vez emitidas, el autor puede abandonar al público el placer de la lectura de la obra, y reservarse la ventaja de la reproducción, del mismo modo que el dueño de un fundo puede ceder o arrendar los derechos que tiene sobre éste. Al argumento anterior se ha contestado diciendo que la manifestación del pensamiento no puede efectuarse sino por un medio visible, cual lo es la escritura o la impresión y que los hombres aprovechan las ideas ajenas, no porque el autor de ellas lo consienta, sino porque las publica y éste no puede darlas o retenerlas condicionalmente, pues son indivisibles por su naturaleza.

10. Püter y Kant.

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