LAS FACCIONES EN AMERICA1

1. El Venezolano, N° 128, Caracas, 30 de agosto de 1842. (N. del E.)

El estudio de las instituciones, de las costumbres y necesidades sociales sugirió al célebre autor de El Contrato Social aquel código de dogmas políticos, que sirvió de antorcha al género humano para descubrir la máquina complicada de las usurpaciones reglas y aristocráticas, y para distinguir y apreciar sus derechos propios y consagrarlos luego en leyes fundamentales. El propio estudio de los gobierno y de los pueblos sugirió al ilustre autor de El espíritu de las leyes aquella obra clásica, que tanta luz ha esparcido en el antiguo y nuevo mundo y contribuido tan eficazmente a la mejora de la condición social. Las leyes y las costumbres del pueblo libre de los Estados Unidos han servido últimamente al sabio Tocqueville para dar al mundo la obra de sus investigaciones, en que con tanta exactitud como profundidad ha desentrañado el germen de los bienes y de los males que experimentan nuestros hermanos de Norteamérica. Una pluma semejante, una capacidad de ese orden superior, necesitan los pueblos sudamericanos para desenvolver y explicar el volumen de ideas, hechos e intereses, que encierra el título que hemos dado al presente artículo.

Hablar de las facciones en América, es hablar del feudalismo en el viejo mundo, es ir al foco de todos los fenómenos políticos que se ofrecen al observador.

En las edades remotas, el gobierno de los hombres que seguía a las conquistas era hijo de la conquista misma. ¿Quién había de mandar? El vencedor. Aun rechazada la invasión, ¿de quién era el derecho de gobernar? Del caudillo que la rechazó. Conquistadores o salvadores, ganaban en el campo de batalla el privilegio de mandar a sus semejantes. No podía ser de otro modo. Valientes y ambiciosos los capitanes, degradados e ignorantes los pueblos, el derecho era la fuerza.

Fue ésta con el tiempo disminuyendo, y fue recobrando la razón su imperio, preparándose de este modo una suerte nueva para el género humano, cuyo ensayo quiso el destino confiar al nuevo mundo. Ahogados en Castilla y Aragón los últimos restos de los derechos individuales, que imperfectos asomaron en el antiguo mundo, pasaron a las islas británicas, cuya población aseguró grandes y preciosas prerrogativas en su tremenda revolución. Por aquel tiempo empezaba España a fundar en América estas que hoy son naciones, (con los hombres más fanáticos y más vasallos que quizás han existido), porque estaba en los arcanos de la Providencia que al descubrirse y consagrarse de nuevo los derechos del hombre en el antiguo continente, para luchar muchos siglos con el poder de los tronos, de los feudos y de los altares, se descubriese también un mundo nuevo, que sin esos baluartes de opresión, presentase a la libertad un ancho campo de soberanía.

Siguióse a la revolución de la Gran Bretaña la de Norteamérica y luego la de Francia. Ya estos fueron verdaderos alzamientos de los pueblos contra los tronos. El poder de la aristocracia europea, el de la iglesia, el de los reyes coaligados, combatiendo veinte años la Revolución francesa y triunfando sobre ella, tuvieron, sin embargo, que recibir y acatar el mandamiento popular de un código de derechos, que terminó por entonces y por ahora el impulso revolucionario. Pero ya no fueron señores exclusivos en la paz los caudillos de la guerra. Ya no hubo feudalismo. Era otro el mundo, y combinábanse de diferente modo los intereses y las ideas de los hombres.

Mas en Norteamérica, sin tronos alrededor, sin nobles, palacios, trenes eclesiásticos, feudos ni abyección, las doctrinas filosóficas obtuvieron un triunfo espléndido. Y por primera vez vio el mundo que una guerra, una revolución sangrienta, produjeran honrada, filosófica y definitivamente la soberanía del pueblo, la igualdad de los derechos. Los mismos capitanes, y Washington el primero de ellos, proclamaron como el resultado de sus triunfos no tener ellos, ni nadie sobre la tierra, derecho alguno sobre aquella sociedad, cuyos miembros entre sí eran todos iguales y juntos constituían el soberano.

Con tan sublimes ejemplos a la vista y con los escritos luminosos del último siglo, alzóse la América española, y fue tal el espíritu de la revolución, que en medio de las campañas, cuando era imprescindible la autoridad de los grandes capitanes, Bolívar proclamaba al pueblo soberano y le convocaba y constituía en Congreso, en cada sección del territorio que arrancaba a los ejércitos enemigos.

La soberanía del pueblo y la igualdad de los derechos, sublimes dogmas de la sociedad humana, eran el objeto de aquella sangrienta lucha y, por decirlo así, la pasión dominante de los patriotas.

Sin ella, terminada la revolución, tranquilamente se habrían declarado señores de las tierras y de los hombres los más esforzados capitanes, los más constantes y poderosos; pero en este siglo, ni ellos, ni el pueblo, podían concebir semejante idea.

Sin embargo, la naturaleza siempre imperfecta, el imperio de la necesidad, hicieron que tras una guerra en que todos los patriotas hubieron de servir a la patria, éstos mismos administraran la cosa pública, que no había de entregarse a los enemigos ni a los indiferentes. Y proclamando siempre, y reverenciando los sanos principios, fueron por algún tiempo los libertadores conductores de la sociedad.

Lo mismo ha sucedido en toda América, con aquellas diferencias que naturalmente han de haber producido la mayor o menor virtud civil de los caudillos, y el mayor o menor grado de ilustración y energía de los pueblos.

Pero aquí comienza la época de que queremos hablar: la época de las facciones. Entregada al pueblo la soberanía en totalidad, o bien a medias, o en mayor o menor cantidad, según ha sido él más o menos firme para cobrarla; desacostumbrado éste a ejercerla y sin los hábitos análogos a sus instituciones, los pueblos americanos han caído necesariamente en manos de las facciones, porque gran parte de la sociedad abdica sus derechos, por seguir las costumbres del gobierno bajo que nacieron los ciudadanos y, aquellos que conocen el provecho que puede sacarse de usurparlos, se apoderan del gobierno y demas funciones comunales, para convertirlas en negocio propio, cuyo provecho se reparten en sociedad los miembros de la facción reinante. No es lo común que ésta se componga de hombres próbidos y desinteresados, porque siempre son más activos fervoros y constantes los que van guiados por el interés personal, por el cebo del logro y la granjería, los cuales hacen consistir la totalidad de su existencia política en su injerencia y predominio en todo; y por lo mismo que son ambiciosos y susceptibles de pasiones y de interés vicioso, lo son de sacrificar a este interés las nociones de lo justo y las reglas de la rectitud gozando, por tanto, la ventaja de emplear todos los medios, ya lícitos o ya criminales. Esta circunstancia viene a su vez a retraer a los hombres honrados, que huyendo de la voracidad de las pasiones políticas, se abstraen y asimilan a la masa inanimada de que antes hablamos, que abdica en el hecho sus prerrogativas.

Toda la América, que fue un campo de batalla para conquistar su independencia, lo es hoy para ilustrarse en el manejo de la soberanía que conquistó, y se cruzan las facciones como antes se cruzaban los ejércitos.

Cuando alguna llega a consumar un cambiamiento político y organiza un gobierno, tiene que admitir y consagrar en las instituciones las doctrinas filosóficas, ya por antonomasia principios americanos, que tanta sangre costaron y de las cuales es inseparable el nuevo mundo; pero trabajan los agavillados de consuno por perpetuarse en el manejo de los intereses públicos, no borrando de los códigos el principio alternativo, compendio de todos los derechos, sino burlando su práctica por medio de cuantos resortes son imaginables. Cuentan con la impasibilidad de una considerable porción de ciudadanos indiferentes; cuentan con la moderación mal entendida de todos aquellos, que por egoísmo prefieren un reposo personal a toda función civil; escarmientan con persecuciones directas o ya con tramas encubiertas o ya por medio de la más fiera procacidad, que establecen como base de todos sus escritos, a los que pudieran tener la tentación de investigar sus abusos y sus manejos; se ganan algún poderoso, que para ser sostenido a su vez, se presta a ser el apoyo de un partido; procuran paliar las usurpaciones con algunos bienes que hacen sin menoscabo de su poder; neutralizan cierto número de hombres independientes, situándolos en ciertos destinos, como antemural que pueda ocultar a la vista del pueblo a los astutos intrigantes; tuercen toda justicia hacia el camino de sus intereses; desnaturalizan los hechos ajenos para presentarlos como criminales o sospechosos, y revisten los suyos con el ropaje de la legalidad para recomendarlos; escogen victimas que inmolan con feroz constancia, para probar la fuerza de su venganza y el tamaño de su poder; premian con prodigalidad todo servicio hecho a sus intereses facciosos, para corromper la moral pública y estimular a los hombres débiles y cohechables a consagrarles sus esfuerzos, y así dan en tierra con el principio alternativo, cimiento del sistema republicano, y llevan la sociedad a los más vergonzosos extremos.

De aquí el alzamiento de otras facciones reaccionarias, que por lo común, se rebelan a viva fuerza para derrocar a los usurpadores, que entonces invocan los bienes de la paz, los principios del orden público, la autoridad de las leyes y la salud del pueblo, y unas veces triunfan los unos y otras los otros, eslabonándose así una cadena insoportable y vejatoria de hechos escandalosos, ruinosos y criminales, que tienen en continuo tormento la parte más bella del mundo y la impiden su consolidación y prosperidad.

Aquel pueblo americano que mejor aleccionado por la experiencia, con más cultura, firmeza y patriotismo logre desterrar de sí estos abusos del poder de las facciones, ése, tomará ya el camino de una perpetua libertad y tranquilidad, y marchará rápidamente a los más florecientes destinos. Pero mientras logren ejercer el mando los más atrevidos, los más intrigantes y procaces, los poderosos del regimen militar y, en fin, un círculo cualquiera de hombres coaligados, una rémora poderosa impedirá todo bien y toda prosperidad. Los pueblos americanos sentirán la existencia de una lucha de elementos contrarios que, ya en armas o ya sin ellas, alterarán su reposo, enervarán la ejecución de las leyes y la libre aplicación de los principios y obstruirán su carrera de libertad y progreso.

Cuando las facciones mandan, el Gobierno pierde su principal carácter, que es el de ser nacional; pierde la imparcialidad; ya que no distingue lo justo de lo injusto, ni ve sino lo conveniente a los intereses personales de los gobernantes. El mérito y la capacidad hallan cerradas las sendas a los puestos, que sólo se franquean a la complicidad en el espíritu faccioso y, toda la administración, y hasta las leyes mismas, toman el rumbo de los intereses parciales de una oligarquía.

Este es el escollo de las democracias, el mal para cuyo remedio deben trabajar incesantemente los pueblos americanos.

¿Y cuál sería este remedio? La práctica constante e inexorable del principio alternativo. No tiene él otro objeto en la Constitución de los gobiernos republicanos. Por eso es una de sus cinco bases o puntos cardinales; porque sin él no hay tal sistema. Ocurrir a las armas u otras vias de hecho para derrocar una oligarquía o facción dominante, es robustecerla, es consolidar cada vez más el poder personal de los grandes capitanes, hacerlos cada vez más necesarios, asociar a los intereses viciosos de la gavilla dominante los intereses de la paz pública, la conservación de las propiedades, el deseo virtuoso de la tranquilidad, las simpatías del comercio y de toda industria, y hasta los principios de la moral, que sólo puede admitir la intervención de la fuerza cuando no hay absolutamente otro camino a la igualdad de los derechos.

Ancho, cómodo legal y honroso es el de las elecciones, que nuestras leyes mandan, cuya libertad prescriben y cuyo fervor aconsejan. Si unas se pierden, otras siguen muy luego, y no hay la menor duda de que la nación ha de triunfar tan luego como el pueblo quiera redimirse, y tenga la fortaleza que requiere el triunfo, y la constancia que haga necesaria la pertinacia de los confabulados para gozarlo.

Y si la práctica de un principio santo es el remedio de todos los males, ¿por qué no lo pondrá en práctica el pueblo de Venezuela en este año, dejando que sus actuales gobernantes se retiren al hogar doméstico y vengan otros ciudadanos a dirigir la administración?

No sólo cortaría de este modo el cáncer de una oligarquía, ya tan adelantada en Venezuela, sino que promoveria infinitos bienes de un orden superior. Los magistrados y representantes de un pueblo, elevados por la opinión favorable de sus conciudadanos, en pugna con el poder, no pueden compararse nunca con los que elevan las confabulaciones parciales y alianzas políticas de hombres ambicioso. Estos, derivan su misión de los intereses personales; aquéllos, de los intereses públicos; éstos, lo deben todo a la facción o al poder personal; aquéllos, a la voluntad espontánea de la mayoría nacional; éstos, son delegados de una facción; aquéllos, lo son del pueblo. ¿Qué harán los unos y que’ harán los otros? Mientras que el delegado de una oligarquía no piensa sino en los medios de consolidarla para robustecer más y más la base de su elevada situación, el otro, por el contrario, se consagrará a consolidar los derechos generales, las instituciones que los establecen, la justicia que los asegura, y la prosperidad que los hace cada vez más queridos. En tanto que para el miembro de una facción mandataria no hay más mérito que pertenecer a ella, ni más progreso que el que asegure sus medros, el ciudadano a quien eleva la fuerza del principio alternativo no conoce otro valimiento que el que den los servicios, las virtudes y los talentos, y se consagra, necesariamente, a perfeccionar el imperio de la ley y de la justicia.

Una administración que no cuenta más que con el apoyo de la opinión pública, que no puede lisonjearse con otro prestigio que el que le den sus actos de justicia y de sabiduría, ha de exceder infinitamente a todo gobierno que venga de otro origen; y ha de ser muy superior en pureza de intenciones, en actividad y contracción a sus deberes, en respeto a los derechos individuales y comunes, en reverenciar la opinión pública, y en llenar todos los deberes eminentes de su elevada misión.

El militar en actividad, el licenciado, el inválido, la viuda y el huérfano, todo antiguo servidor, el industrial, el comerciante, el agricultor, todos los ciudadanos a la vez, tendrán siempre mayores garantías de hallar justicia y protección en un magistrado nuevo, elevado por el voto popular en el ejercicio del principio alternativo, que en aquel que, contra estos mismos elementos, suba al solio por el poder combinado de fracciones e individuos poderosos, que, al formar un cuerpo, se han separado naturalmente del cuerpo de la sociedad en que debieran confundirse.

Todas estas razones e innumerables más, exigen que el pueblo de Venezuela, en las presentes elecciones, desatienda y aun desprecie temores degradantes que se le quieren inspirar, y aun las ficciones de bienes imaginarios con que se le pretende fascinar, para poner en práctica el principio alternativo, que es punto cardinal del sistema de la República, remedio único de sus males y fuente segura de infinitos bienes.

¿Y por qué porfían los mandatarios para continuar? ¿Son propiedad suya los negocios públicos? ¿No hay fuera de su círculo en toda la República ciudadanos honrados y hábiles para subrogarlos? ¿Tienen la vanidad de creer que son tan superiores a todos sus conciudadanos? Fuera de ellos, ¿no habrá ya patriotismo, ni saber, ni virtud, ni nada?

Pero dicen que es para conservarnos el orden público. Y ese orden, ¿sólo depende de que ellos manden? ¿Por qué no lo ayudarán a conservar en calidad de buenos ciudadanos? ¿Es condición de sus servicios el haber de mandar la República? ¡Qué fárrago tan degradante de vergonzosas confesiones presentarían las respuestas que ellos podrían dar a tan sencillas preguntas!

Nada. Las facciones han sido abortadas en América por la revolución, por efecto de la ambición humana radicada en hombres que no tienen la virtud del republicanismo, porque nacieron esclavos y conocieron señores, y ahora quieren a la vez ser señores. Estas facciones, ya sea mandando, ya luchando, ya rebelándose con las armas, de todos modos son la grangena del sistema americano; el remedio único, el remedio infalible, legal y necesario, es la práctica del principio alternativo. Y si el pueblo de Venezuela difiere por más tiempo su aplicación, fácil es prever el engrandecimiento progresivo de esos males y las consecuencias que él tendrá que sufrir.

No muy tarde se encontraría cada hombre sujeto por una mano invisible, por la convicción de la existencia de un poder invencible, superior al de la sociedad, y esta se encontraría encadenada a la voluntad de una potente oligarquía. Males sin cuento serán la consecuencia de tal error, y nadie podrá predecir su curso y término.

Es el momento de plantear la practica absoluta del sistema. Los que fingen temores no hacen sino engañar al pueblo para gozarlo.

Muestre Venezuela al mundo y sus propios hijos que es un pueblo independiente, libre y soberano, y tomará la primera en América un puesto eminente entre las sociedades humanas, pues que hasta hoy se dice de todas las repúblicas, que, o viven en anarquía, o compran la paz a sus reyezuelos.

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