CUESTION DELFINO Y JUNTA SUPERIOR DE CAMINOS DE LA PROVINCIA1

Cuestiones hay como la presente que llevan en sí envueltos los más caros y más trascendentales intereses de la sociedad; y tal es su influjo en ella, que cada ciudadano, cual más, cual menos, se halla en el deber de conocerlas o tratarlas. La inviolabilidad de la fe dada, la santidad de los contratos y el imperio de los principios, son una religión social, cuyo respeto o profanación es causa de bienes o de males. El oficio que se ejerce en nombre de los unos para promoverlos, y en contra de los otros para condenarlos, es un oficio noble y desinteresado: es el sacerdocio de la moral, que siempre gana y siempre siembra con provecho en la vulgarización de su evangelio y de sus máximas.

1. Se publicó en Obras, vol. IV (Caracas, 1908-1909). Firmado: "Los Defensores de los Principios". Fechado en Caracas el 9 de febrero de 1854. Nota de la Comisión Editora.

Para que se sepa el principio de donde nacen, y el fin adonde van a parar estas reflexiones, el orden pide que hagamos primero la historia de los hechos de la cuestión que encabeza este impreso, y luego nos extendamos algo más en la alegación de los principios sanos y triviales de la jurisprudencia social que sirven a resolverla.

HECHOS

En 26 de noviembre de 1852, según se ve por Resolución de la misma fecha, celebró el señor José Delfino con la Honorable Diputación de esta provincia de Caracas un contrato para componer la carretera entre la capital y La Guaira, con ciertas obligaciones por su parte; y por parte de las Rentas, con la de contribuir al contratista con la suma de nueve mil pesos anuales pagaderos por trimestres en la Administración de Rentas Municipales por el espacio de cinco años, término éste del convenio.

Aunque las ordenanzas de ese Cuerpo cargaron en su mayor parte con la desaprobación pública, no puede decirse lo mismo de la mencionada Resolución, la cual ni tropezó con el veto del señor Gobernador de entonces, sujeto de probado patriotismo, de buen seso, y de doctrina, ni con el ceño de la opinión, que andaba para esa época, en punto a intereses locales, tan celosa y suspicaz como tremenda.

Si la parte narrativa, en vez de la voluntad manifestada, hubiera de ser la regla cierta de los contratos, el de Delfino encontraría su apoyo y justificación en el mismo cuerpo de la Resolución. En ella se dice que el camino llamado de La Guaira, siendo el más importante y lucrativo de la provincia, debe conservarse en el mejor estado posible; y que para la época que lo tomaba a su cargo el contratista estaba enteramente malo (así está literalmente). Y así era en efecto: Delfino, único empresario de los coches entre la capital y su puerto, perdía anualmente, en composición de ellos y en reposición del tren y los caballos, de dos a tres mil pesos, por lo intransitable de la vía; y quien mas perdía era el público por la dificultad de los transportes, por los riesgos que corrían las mercancías, por la exposición de la vida, por los mayores costos del acarreo, por la paralización del tráfico; males éstos todos que se unían para detener su movimiento, embarazar sus operaciones y disminuir sus utilidades.

Era menester tanto peso así de razones, tantos motivos reunidos de conveniencia pública, para que el Congreso de 1853, Juez de la Diputación del año anterior, aprobase a Resolución sin dificultad y con conciencia, delante de la opinión de esa época, santamente exaltada contra aquel Cuerpo municipal.

De entonces acá, así como desde el tiempo mismo que quedó sellado el contrato, el contratista no ha hecho otra cosa sino cumplir con las obligaciones que él le impuso, fiado en que ha de alcanzar las estipulaciones ajustadas, aunque corta remuneración ésta a los sacrificios que hace.

Si ha de decirse la verdad, Delfino celebró el convenio, más por salvarse de pérdidas futuras como empresario de oches, que porque le resultasen bienes especiales del negocio. Esos bienes sólo han sido para el público, y en esto hablamos con datos positivos. Un camino tan trillado, la principal arteria del comercio de la República, sujeto a descomposiciones frecuentes y a derrumbes por causa del continuo trajín y de las lluvias, y que sobre todo se hallaba en el estado más lamentable cuando se llevó a cabo el contrato, no puede dejar al contratista, que sólo recibe 9,000 pesos anuales, el premio corriente de una industria tan afanosa, y que tiene tantas cargas y condiciones. Por lo demás, Delfino las ha cumplido honradamente; en lo cual nos atenemos al juicio del público, que conoce su lealtad, y que sabe los principios, la naturaleza, los progresos y el estado actual de sus trabajos.

No obstante esto, hemos sabido, con profunda sorpresa, que ayer se reunió la Junta de caminos con el fin especial de ocuparse del contrato de Delfino para rescindirlo; y que para buscar los datos en qué fundar la rescisión, ha nombrado una comisión compuesta de un ingeniero inglés, y dos miembros de su seno, los Sres. Leonardo Hernández y José Ramón Carcaño. Dícese que la Junta hace consistir sus facultades en el acuerdo del 10 de diciembre de la Honorable Diputación de 1853, el cual dispone que ella vigile el exacto cumplimiento de los contratos, rescindiendo los que no convengan. Ya con esto, y con la suposición de algún enemigo, que será secreto, de Delfino, hemos creído posible que la Junta se ocupe en la materia en el mismo sentido y con el fin determinado que se cuenta. Sin desconocer el celo con que ella puede ser movida a este propósito, no está demás, ni ella lo llevará a mal, que abramos una discusión sobre los principios que deben regir en el particular, para dejar establecido que no puede por ningún motivo meter la mano para rescindir el convenio de Delfino.

DERECHO

1. Casi se hace necesario subir, aunque sea muy de paso, al origen de los contratos, para conocer su verdadera naturaleza, la fuerza que tienen y sus efectos sociales. No los crearon los códigos, porque son anteriores a ellos: nacieron de las necesidades de los hombres, que siendo recíprocas, produjeron para ellos, en esa misma reciprocidad, una sanción natural. El cumplimiento de nuestras obligaciones es la salvaguardia de los propios derechos; y como esta reflexión de doble faz es común y necesaria en todos los hombres, la palabra dada vino a hallar su primera fianza en el sentimiento general de la conciencia pública. El salvaje, lo mismo que el hombre civilizado, el pobre como el rico, saben que las obligaciones obligan, que los derechos dan, y que en el cumplimiento de las unas y los otros están los intereses de todos y la armonía social. Se cumple respecto de otros, porque se espera que se cumpla respecto de uno; y así se ve que los contratos, hijos siempre de las necesidades generales, tienen la misma seguridad y la misma fuerza irresistible que ellas tienen.

2. La misma fisonomía que hemos descrito para los convenios bilaterales, conduce a consecuencias tan forzosas como importantes. De lo dicho nace que hay derecho para reclamar las estipulaciones, y obligación de llenar los deberes: condiciones todas dos que tienen el carácter de la necesidad; lo que quiere decir, que ninguna de las partes puede sustraerse de ella. Si Pedro y Juan han contraído derechos recíprocos, ni Pedro puede dejar de cumplir sus obligaciones respecto de Juan, ni Juan dejar de cumplir las que tiene respecto de Pedro. Ni Pedro ni Juan pueden, cada uno de por sí, declarar concluido el contrato antes de su tiempo, para eludirlo.

3. Dedúcese de esto: 1º que la naturaleza de los contratos está en el cumplimiento de los deberes y derechos; 2º que no pudiendo existir ese cumplimiento sin la regla que lo explique, la cual la deben dar los contratantes, la voluntad expresada de ellos es la ley en este caso; 3º que siendo esa ley el resultado de dos voluntades, como si dijéramos de dos legisladores, nada puede hacerse, en el sentido de modificaciones, sin ese doble concurso; y 5º que consistiendo los contratos en concesiones recíprocas, ya por fuerza obligatorias, no cabe ya, ni negarlas, ni alterarlas.

4. Compréndese ahora muy bien el vigor que ellos deben alcanzar. Lo explican bien su origen, su carácter, su materia. Quebrantarlos, equivale a hacerse reo, a violar la fe, a desnaturalizar la palabra, vínculo de unión, y la única prenda de la asociación. Se hacen cumplir por la persuasión, y hasta podrían hacerse cumplir por la fuerza, si esto no fuera más causa de males que de bienes. Entonces fue -cuando no se quiere cumplir la voluntad expresada- que se buscó el apoyo de la autoridad pública, que entró, no a sustituirla sino a reglamentarla; no a darle existencia, sino a darle protección; no a suplantarla, sino a interpretarla. El vigor de los contratos está en ellos mismos, y en las leyes su fianza. Las leyes los han clasificado, han sido su historiador, y luego les han prestado el apoyo colectivo, de donde han derivado ellos su mayor fuerza, su mayor santidad, y el abono y defensa que hallan en las costumbres generales.

5. El mismo objeto de la asociación está explicando los efectos trascendentales de los contratos. Hay también religión en la sociedad, porque hay también objetos santísimos en ella. Cuando se llevó a ella la propiedad, aunque llevaba ya sus principios que la constituían, se contó con ver adoptados, asegurados y divulgados, por la revelación de la voluntad colectiva, esos mismos principios se contó con verlos formulados en las leyes. Las leyes no vienen a ser otra cosa que el evangelio escrito de la propiedad, y las que miran a los contratos especialmente, la reglamentación de esa misma propiedad según los diferentes accidentes que experimenta en su movimiento giratorio. Esas constituciones que tanto cuestan y tanto se respetan; esos códigos, obra de la experiencia de los siglos; los cuerpos deliberantes; las elecciones; la responsabilidad de los magistrados; el tren administrativo; cuanto hay en una nación; cuantos elementos alcanza la sociedad de orden, de economía y de justicia, no tienen más objeto que la propiedad y los contratos.

6. La importancia que se les ha dado para hacerlos cumplideros tiene la misma medida que los males que resultan de que no se cumplan. El comercio, las artes, las ciencias, el espíritu industrial, el espíritu de inventiva, el amor al trabajo, la uniformación de las costumbres provechosas, el progreso público, la paz de las familias, los goces del ciudadano, todo pende de la santidad de los contratos. Se respetan, y hay bienandanza: se violan y no hay sino males para la sociedad. Son como los vientos, que en auras suaves son benéficos, y desencadenados en torbellinos, no causan sino ruinas.

7. Explicadas ya las máximas generales de los contratos, sólo falta aplicarlas al caso de la cuestión. No estaba demás el haber entrado en esta discusión, porque nunca es perdido el tiempo en la discusión de la verdad. ¡Ojalá ella tuviera tantos apóstoles como es la necesidad de difundirla!

8. Luego que la Diputación provincial cerró el contrato con Delfino, quedó en el caso de un particular que trata con otro. Los contratos de los Cuerpos públicos no pueden ser ni más santos, ni más profanos que los contratos de los particulares: son las mismas sus leyes, la misma su materia, el mismo su vigor, y los mismos sus efectos. En los contratos no hay categorías de personas, sino expresión de voluntad: no hay nobleza social, sino igualdad legal; ni otra ley para ellos que las obligaciones contraídas y los derechos acordados. Cuando se contrata, no se pregunta quién contrató, sino qué se contrató. No se arguya con los privilegios, porque su mismo nombre está diciendo que son una excepción; y como alteran las leyes generales, para que valgan es menester que estén escritos.

9. Los principios que hemos expuesto atrás obran más de lleno en lo relativo a los convenios que celebran los Cuerpos públicos. Si el motivo principal para observarlos está en las ventajas que trae el cumplimiento de la fe dada, y los males que resultan de violarla, compréndese muy bien que estas ventajas y estos males son más generales y más grandes cuando los consideramos emanados de esos cuerpos. Si en vez de darnos el ejemplo de exactitud, la desconocen; si en vez de ser el escudo de los contratos, contribuyen ellos mismos a alterarlos, desaparecerá la confianza pública, que sólo puede existir y prosperar al amparo de las leyes. En la historia de la ruina del comercio y del atraso de la sociedad, han obrado esas causas como las más notables y más trascendentales.

10. Por esto ha venido a ser una máxima en todos los pueblos civilizados, que los Cuerpos deliberantes no pueden rescindir ellos mismos los convenios que han ajustado con los particulares. Un Congreso no puede derogar una ley-contrato, ni una Diputación provincial una ordenanza-contrato. La materia de esa ley y la materia de esa ordenanza son materias enajenadas, que quiere decir, que no son materias de libre legislación. Siempre es, en este caso -como en el caso de los particulares- las estipulaciones y promesas y no el capricho, la voluntad colectiva y no la voluntad personal, la única regla de los contratos.

11. Sí hay un medio de rescindirlos, que es cuando no se llenan ciertas estipulaciones que son necesarias para su existencia, o ciertas condiciones que llevan cláusulas de anulación. Pero esto mismo, aunque puede suceder, da lugar a disputas: lo que para uno es esencial, para el otro no lo es, lo que para uno anula, para otro no anula. De aquí provino que no pudiendo decidir las partes mismas, se estableciese un juez de sus controversias, que es la Administración de justicia. Ella no más puede rescindir, ella no más tiene ese apostolado; las partes, cualquiera que sea su categoría social, no son más que partes en los contratos; y esto explica todo.

12. Las autoridades constituidas se hallan por un motivo más ligadas que los particulares al cumplimiento de sus tratos. La fe privada recibe siempre el ejemplo de la fe pública, que le sirve al mismo tiempo de espejo y regla. La sociedad está organizada con tales leyes, que un desequilibrio en ellas causa un trastorno general. Y si a esto se agrega el influjo de la desconfianza, que es siempre la cizaña de la buena fe, se hallará que ésta al fin no vale, o por parcial, o por desacreditada. La máquina del crédito se forma con materiales todos de exactitud: una parte sola de falta de cumplimiento echa abajo todo el edificio

13. De cuanto llevamos dicho aparecen claras las siguientes verdades:

PRIMERA: Que ni la misma Diputación provincial de 1852 pudo, ni ninguna otra Diputación puede derogar la resolución de 26 de noviembre de aquel año que contiene el contrato de Delfino, porque la parte no puede ser juez.

SEGUNDA: Que tampoco puede rescindir ese contrato la Junta superior de caminos, porque los contratos que no tienen vicios radiales, ni condiciones anulativas, no pueden acabarse antes del tiempo sino por voluntad de las partes.

14. No faltará quien alegue (porque alegar es más fácil que probar) el acuerdo de 1º de diciembre de 1853 ya mencionado; en el cual se excita a la Junta a que vigile el exacto cumplimiento de los contratos, rescindiendo los que no convengan. Si la inteligencia del último inciso hubiera de ser la de que una declaratoria de la Junta sobre la inconveniencia de un contrato equivalía a la rescisión, tal mandato sería un mandato sin efecto, y que no debiera obedecerse, ni por la Junta, ni por nadie. La razón es que nadie está obligado a obedecer, y antes bien se manda que no obedezca órdenes manifiestamente contrarias a la Constitución o las leyes, o que violen de alguna manera las formas o las garantías. (Art. 186 y 187 de la Constitución).

15. En el caso presente, la violación no sería de una sola garantía; sería de todas las garantías que se encuentran representadas en la inviolabilidad de la propiedad. Por el artículo siguiente, 188 de la misma Constitución, se garantiza a las venezolanos su propiedad. Propiedad es la hacienda que se tiene, el fruto de los sudores, los derechos adquiridos, en una palabra, todo lo que forma nuestro patrimonio; y como los contratos no son otra cosa que la fórmula expresiva del movimiento y enajenación de la propiedad, que no vive si no circula, la violación de los unos es precisamente el hecho que explica la violación de la otra. Si la Diputación provincial, pues, en el referido acuerdo hubiese querido decir que la Junta podía rescindir, la habría con esto constituido en juez y parte, le habría dado la facultad de desbaratar el contrato, y santificando su violación, habría santificado con ella la violación de la propiedad. Si tal hubiera, la Junta no debiera obedecer tal mandato, que además de comprometer su honor, comprometería su responsabilidad, según lo trae el artículo 187 de la Constitución.

16. Pero ésa no es la inteligencia del inciso. No es, porque no puede ser; no es, porque resulta un absurdo: más que un absurdo, resulta un pecado constitucional. Entonces las reglas de la hermenéutica establecen que se debe dar aquella interpretación que no vaya, ni contra el sentido común, ni contra los principios, cuando el acto interpretable es o debe ser regulado por ellos. Según esta regla, la Junta, a lo más, fuera del derecho de fiscalización de los contratos, podría aspirar, no sabemos si con buen éxito, a pedir la rescisión de ellas ante los tribunales de justicia en caso de existir los hechos que la justifican.

17. Hemos llegado ya a un punto muy culminante de la cuestión. Hemos probado que la Junta no puede rescindir: que a lo más puede aspirar a ser apoderada para pedir la rescisión; y que aun esto último es una cosa disputable. Dejamos ya sentados los principios de la rescisión: que esa rescisión siempre es muy difícil, porque la equidad se inclina a la estabilidad de los contratos; y que no puede pedirse sino cuando hay, o cláusulas anulativas expresas, o vicios radicales que corroen la existencia del contrato.

18. Y en este particular ¿qué podría decir la Junta, ni qué podría decir nadie en contra del contrato de Delfino? En él no hay ninguna cláusula anulativa, ni vicio radical que lo invalide. En caso de pedirse rescisión por alguna de las partes, solamente le tocaría a Delfino; porque para todos los que sepan lo que son caminos, será una cosa llana que el de La Guaira es el de más tráfico de la República y por consiguiente más fácil de descomponerse; que sus composiciones exigen muchos costos, y que 9.000 pesos anuales que dan las cajas no alcanzan para hacerlos completos, sin exponer al contratista a una pérdida casi cierta en el negocio.

19. Por lo que hace al cumplimiento de Delfino, no puede haber sido más exacto. Los aguaceros copiosísimos de septiembre, octubre, noviembre y diciembre del año pasado le derribaron de once a doce paredones, que hoy están levantados de nuevo: los puentes destruidos, están recompuestos: los grandes peñascos rodados por el derrumbe de las lluvias, quitados: las calles de Maiquetía, antes todas saltos y quebradas, ya echadas con más de 3.000 pesos de costo; y nunca han faltado dos cuadrillas trabajando, fuera del aumento de obreros que se hace con mucha frecuencia por causa de las desmejoras, también muy frecuentes, del camino.

20. Por lo que toca a exactitud, no nos parece que se puede llegar a más, y por lo que mira a los comerciantes y trajinantes de Caracas y La Guaira, todos a una la reconocen y la aplauden. El juicio que honra a Delfino es el juicio público.

21. No está demás decir que la aprobación que el Congreso de 1853 dio a la Resolución de 26 de noviembre del año anterior, es un nuevo sello que recibió el contrato. Con él quedó cerrado definitivamente, justificado, santificado. Un Congreso es la reunión de todas las luces, la armonía de todos los intereses, y el más elevado asiento de la justicia. El conoce para legislar, legisla porque está en conocimiento de todos los datos; e intérprete de la conciencia pública, al mismo tiempo que la señala, la fija invariablemente. A un fallo tal, a un juicio tan ilustrado, no cabe sobreponerse sin ofenderlo y sin turbar las más sencillas relaciones de las cosas.

22. Y volviendo al contrato de Delfino, que era por quien decíamos lo que acabamos de decir, y en donde hemos hallado ese sello nacional del Congreso, ¿cómo ha de poder la Junta respecto al más de lo que pudo el gran Jury? ¿Cómo le ha de hallar defectos que no le halló el Congreso? ¿Cómo, aprobando el Congreso, ha de desaprobar la Junta, ni tener la parte, ni más luces, ni más interés, ni más certero juicio que el todo?

23. Esto por sí, sin otras razones, sin otros derechos, sin otras máximas, que las hay por millones en la materia. debe detener a la Junta en su camino. Debe detenerla; porque a poco andar hay un abismo, todo de desafueros, todo de sinrazones, todo de desarmonía social.

24. Son tan severos los principios en este punto, que suponiendo que la Junta rescindiese el contrato de Delfino (frase que no tiene ningún valor legal, sino valor de hecho, valor gramatical), esa rescisión sería totalmente nugatoria, sería un acto sin sentido, sin fundamento, sin resultado; sería perder el tiempo, gastar las palabras, hablar al aire; y más que todo sería, por la mayor gravedad del efecto, comprometer la propia responsabilidad. Esa rescisión no quitaría nada a Delfino, ni habilitaría a la Junta para contratar de nuevo el camino: esa rescisión equivaldría a quitar derechos adquiridos: esa rescisión sería un despojo violento; y cualquier tribunal de la República de los que son competentes, asumiendo los fueros de la justicia agraviada y en uso de facultades naturales, acordaría, por un interdicto breve, la restitución de la posesión perdida. Los contratos son un campo donde no puede entrar más hoz que la de la ley, y la ley no quiere, la ley prohíbe, la ley tiene por inicuo y monstruoso que una parte sola rescinda. Cuando tal sucede, sucede un desacato, sucede una sinrazón; y quien debe repararla es la Administración de justicia. Aquí sería despojadora la Junta, serían despojadores los nuevos contratistas; y mantenido Delfino en su posesión y en sus derechos, en su triunfo habría arrastrado la responsabilidad de la una, y la inanidad del convenio de los otros. Estas son las leyes, éstos los principios recibidos, esta la jurisprudencia de todas las naciones cultas.

25. Hemos entrado en esta discusión con el fin de encontrar la verdad, y por más que se ha hecho larga, no tememos la censura que se haga. La justicia tiene tales fueros, es tan recomendable de suyo, que nunca es perdido el tiempo que se gasta en demostrarla. La verdad es tan bella, y tiene tan bellos colores, que nunca se cansa uno de verlos: es un panorama en que la curiosidad va creciendo al compás mismo que aumenta la luz. Se entenderá por esto que no nos erigimos en maestros de la Junta; nuestro modo de tratar la materia ha sido franco, noble, sereno, como correspondía a la honradez de nuestro carácter; y quien usa tales modos en el decir de sus razones, no las impone, sino las explica; no enseña, sino demuestra. La Junta debe reconocer en nosotros celo, y esa será nuestra recompensa. Nosotros reconocemos el suyo, y por eso nos atrevemos a creer que nuestro trabajo no será perdido.

26. No poca parte ha tenido en él el deseo de dar alguna muestra de aprecio a las prendas personales del señor José Delfino. Un buen ciudadano merece siempre ese homenaje, y él ha sabido conquistar ese título en muchos años de una conducta sin mancha. A dicha debe contar él tener tantos amigos cuantos son los que le tratan. Sabe muy dulce la satisfacción que da la conciencia del aprecio universal, y Delfino tiene esa conciencia. Industrial cumplido, hombre de tratos y palabra, padre de familia amoroso, no se necesita de más para las virtudes sociales. Esperamos, pues, que este sujeto halle tanta justicia en su negocio, como tiene estimación entre todos los venezolanos.

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