IV

ESTRELLAS FIJAS*

*. Este artículo se publicó en El Araucano nº 94, Santiago, 30 de junio de 1832. Fue reproducido en O. C. XIV, pp. 407-412. El tema de este artículo lo desarrollará Bello en el Capitulo XIII de la Cosmografía, pero en distinta forma. (Comisión Editora. Caracas).

Los discos de las estrellas, miradas con los más fuertes anteojos astronómicos, no son más que unos puntos luminosos. Esta pequeñez aparente, unida a la viveza de la luz de los más brillantes, nos da a conocer que están a una inmensa distancia de nosotros, y mucho más allá de nuestro sistema planetario, y que su luz no es prestada, sino que son luminosas por sí mismas. Además conservan una situación constante entre sí. Más o menos resplandecientes, forman configuraciones que son todavía las mismas que eran dos mil años ha, según resulta de la comparación de las medidas angulares tomadas por los astrónomos modernos con las de Hiparco. Todas están sujetas a unos mismos movimientos generales; y de aquí puede colegirse que todas son de una misma naturaleza: podemos considerarlas como otros tantos soles más o menos voluminosos, colocados a distancias diferentes e inmensas en la profundidad de los cielos.

Las estrellas dan una luz centellante más o menos viva, más o menos intensa, cuyo color varía a cada instante en una misma estrella, y cuyo tinte general no es uno mismo de una estrella a otra. Los astrónomos clasifican las estrellas por el orden de grandor aparente, fundado en la cantidad de luz que nos envían. Llaman de primera magnitud a las más brillantes, de cuyo número hay quince. La vista desnuda no percibe más que la débil porción que llega hasta la sexta magnitud; pero el poderoso alcance de los telescopios actuales ha extendido este vasto campo hasta el décimoquinto orden. Nada más asombroso que la enumeración de estos astros. Cualquiera a quien se propusiese contarlas, creería desde luego que era una empresa temeraria; y con todo eso, los ensayos de los astrónomos prueban que a la simple vista no aparecen más de cinco a seis mil, de las cuales la mitad solamente puede verse a un tiempo. Pero el resultado es muy diverso cuando nos servimos de anteojos. Herschel contó más de cincuenta mil estrellas en una zona del cielo que no tenía más de quince grados de largo y dos de ancho. Suponiendo que estuviesen igualmente pobladas todas las partes de la bóveda celeste, el número de estrellas visibles con el telescopio de Herschel sería de 75 millones. Con instrumentos más fuertes, podría llevarse este número hasta 100 millones; y esto probablemente es poco en comparación de lo que no podemos ver: el espacio es infinito.

La distancia de las estrellas es uno de los objetos más importante de la astronomía, porque es la base de todas las investigaciones relativas a la magnitud y naturaleza de estos cuerpos. El medio de que se valen los astrónomos para determinar la distancia de un astro a la tierra, es el de encontrar su paralaje, esto es, el ángulo en que un observador colocado en este astro vería el radio de la tierra. Por este medio, han llegado los astrónomos a conocer con mucha exactitud la distancia del sol, y sucesivamente las verdaderas dimensiones de los cuerpos que componen el sistema solar y de las órbitas que éstos describen. La unidad de medida de todas estas magnitudes ha sido el radio de la tierra, unidad que consta de 1,432 leguas, y que, mirada desde el centro del sol, apenas parecería del grosor de un cabello. ¿Cuál sería, pues, su pequeñez aparente si la contemplásemos a mayor distancia, desde la región de las estrellas, por ejemplo, tanto más lejanas de nosotros que el sol? Seria, pues, superfluo examinar si las estrellas observadas desde diferentes puntos de la tierra dan una paralaje apreciable. Valgámonos de otra base, de otra escala más vasta, de la más extensa de que el hombre puede hacer uso, del grande eje de la órbita que describe la tierra alrededor del sol, y cuya longitud es de 68 millones de leguas. Los astrónomos han reconocido que, observando una misma estrella a seis meses de intervalo, cuando la tierra ocupa alternativamente las dos extremidades del eje, que están a 68 millones de leguas una de otra, se vería si los elementos de posición de esta estrella son unos mismos o diferentes en esas dos épocas. En el primer caso, deberíamos inferir que la base de 68 millones de leguas es imperceptible y como nula, mirada desde una estrella; y en el segundo, que esta base es visible bajo cierto ángulo; y entonces la mitad del ángulo, llamada paralaje anual, conduciría por un pequeño cálculo al conocimiento exacto de la distancia de la estrella a la tierra.

Pero a pesar de las investigaciones que se han hecho por más de un siglo, a pesar del cuidado y esmero con que se han multiplicado las observaciones para hacerlas exactas y varias, no se ha podido descubrir nada que indique con alguna certidumbre la existencia de una paralaje anual; siendo en medio de esto tan perfectos los instrumentos y tan precisas las observaciones modernas, que, si la paralaje fuese de sólo un segundo sexagesimal, es probable que no se ocultaría a los perseverantes esfuerzos de los astrónomos.

No pudiendo, pues, avaluar la distancia de las estrellas, interesa a lo menos determinar el límite mínimo más acá del cual podamos afirmar con toda seguridad que no están. Supongamos que la paralaje anual fuese de un segundo: para esto es necesario que el límite anual de que hablamos se hallase a una distancia 200 mil veces mayor que la del sol a la tierra; y como esta distancia contiene 24.030 veces el radio de la tierra, que vale 1,432 leguas, resulta que una estrella que nos diese un segundo de paralaje, se hallaría a más de siete millones de millones de leguas de nosotros. Y siendo probable que la paralaje anual es más pequeña de lo que hemos supuesto, se sigue que las estrellas están mucho más allá de este límite.

Se sabe con certidumbre que la luz tarda ocho minutos y trece segundos en venir del sol a la tierra. Para venir de las estrellas que nos diesen un segundo de paralaje, tardaría más de tres años. Acaso las hay tan remotas que necesitan de un gran número de años para trasmitirnos su luz, y vemos todavía brillar algunas que han desocupado su lugar mucho tiempo ha, existiendo probablemente otras sin que se nos hayan dejado ver, porque sus rayos no nos han llegado aún. En efecto, vamos a exponer hechos que atestiguan las mudanzas considerables a que esta parte de la creación se halla sujeta. La astronomía detiene sus pasos ante esta inmensa distancia que acabamos de presentar como la más corta posible a que están situadas las estrellas, y que por ventura es nada en comparación de las distancias verdaderas. Pero aun esta mínima distancia es tal, que el sol y todos los planetas que lo rodean no compondrían un punto perceptible a los ojos del observador que los mirase desde una estrella.

Fuera de los movimientos generales a que parecen estar sujetas las estrellas por consecuencia del movimiento real de la tierra, se han reconocido en algunas de ellas movimientos particulares. Estas mutaciones son muy lentas contempladas desde la tierra; pero deben ser rapidísimas a la distancia en que se verifican: la serie de los tiempos las hará más sensibles, y manifestará probablemente otras semejantes en las demás estrellas. Conócense estas variaciones con el título de movimientos propios de las estrellas; y todo nos induce a creer que ellas gravitan unas hacia otras y describen inmensas órbitas en virtud de la gravedad universal. Pero si una parte de su traslación relativa se debe en efecto a movimientos propios, otra parte puede provenir de las apariencias producidas por un movimiento del sistema solar, que nos trasportase en un sentido contrario. Por desgracia, el intervalo entre las observaciones modernas es tan corto, y la cantidad de movimiento que se deduce de ellas, tan pequeña y oscura, que nos es casi imposible determinar con exactitud la parte que se debe a cada una de estas causas. La posteridad será más favorecida que nosotros: para ella trabaja la generación actual; para ella están reservados los descubrimientos que nosotros columbramos confusamente. Los métodos están creados: mediante las reglas que ellos prescriben, podemos marchar paso a paso sin temor de engañarnos. Herschel y Prévôt han creído percibir que el sol y todo su cortejo de planetas son arrebatados alrededor de un centro desconocido de gravedad, y que en la constelación de Hércules está ahora el punto a que parecemos encaminarnos. Algunas estrellas apoyan efectivamente esta idea; pero hay otras que no permiten adoptarla. La análisis de estas variaciones es dificultosísima; pero la existencia de este movimiento propio o de este resultado compuesto, no admite duda, porque cada vez que comparamos observaciones hechas a grandes intervalos, hallamos diferencias que exceden al máximo de error de que son susceptibles las observaciones.

Hay muchas estrellas que presentan fenómenos singulares en la intensidad de su luz; llámanse por eso mudables. En unas, vemos aumentarse de repente la luz, amortiguarse luego y desaparecer completamente. Hiparco vio un fenómeno de este género, y se dice que esto fue lo que le hizo concebir el designio de formar el catálogo de todas las estrellas visibles, para que los astrónomos posteriores pudiesen averiguar con certidumbre las mutaciones que sobreviniesen en el cielo. En el año de 389, apareció una estrella en la constelación del Águila, que brilló por tres semanas con un esplendor como el del planeta Venus, y desapareció para siempre. Se habla todavía de una estrella que se dejó ver en el Escorpión por espacio de cuatro meses, con un brillo cuya intensidad era como la cuarta parte de la de la luna. Pero las más famosas y ciertas son las estrellas que aparecieron en 1572 y 1704, observadas la primera por Ticho Brahe y la segunda por Képler. Aquélla estaba en la constelación de Casiopea y era más resplandeciente que Sirio. La luz del sol no la ofuscaba del todo. Debilitóse poco a poco, experimentando variaciones considerables en el color; y desapareció al cabo de 16 meses, sin haber mostrado ni movimiento propio ni paralaje. La segunda ocupaba al Serpentario; sufrió mutaciones análogas y duró un año.

En otras estrellas vemos alterarse periódicamente la intensidad de la luz. Su magnitud aparente varía, y pasan sucesivamente de su mayor brillo a un grado de amortiguamiento que las hace a veces invisibles; y apareciendo de nuevo, vuelven por grados a su estado primero. De esta clase hay muchas; pero hasta el presente no hay más que trece cuyos períodos están determinados. Mira, de la Ballena, pasa en 355 días por todas las mutaciones posibles, desde la segunda magnitud hasta la décima, y recíprocamente. Algol, o la cabeza de Medusa, varía de la segunda a la cuarta magnitud en dos días y un tercio; las estrellas del León y de la Virgen descienden desde la quinta magnitud hasta la invisibilidad en períodos de 321 y de 146 días, y la de la Hidra gasta 494 días en recorrer todos los grados de luz entre la tercera magnitud y la invisibilidad total. Las otras ocho estrellas mudables están en las constelaciones de la Corona Boreal, de Hércules, del Escudo de Sobiesky, de la Lira, de Antínoo, del Cisne, de Cefeo y del Acuario. La observación ha hecho percibir particularidades curiosas en estas mutaciones. La degradación o encendimiento de la luz no son proporcionales a los tiempos: éste se verifica más rápidamente que aquélla. En la mudable de la Ballena, la luz se aumenta progresivamente en 40 días, y se debilita en 66; en las del León, estas épocas son de 30 y 48 días; en las de la Virgen, de 39 y 42.

Otras experimentan alteraciones en la cantidad de su luz, sin que se haya podido averiguar si son periódicas o no. En la constelación del Águila, Beta era más brillante que Nu; hoy es todo lo contrario. De la misma suerte, las Alfas son ahora menos brillantes que las Betas en las constelaciones de la Ballena y de Géminis.

¿Cuáles son las causas de estos maravillosos fenómenos? Sólo podemos responder por conjeturas. Grandes incendios, ocasionados por causas extraordinarias, han destruido quizá las estrellas que se mostraron casi súbitamente para luego desaparecer. Se puede sospechar con alguna verosimilitud, que en las que sufren alteraciones periódicas, hay de trecho en trecho grandes manchas oscuras, que por el efecto de una rotación se ofrecen alternativamente a la vista; o tal vez, como supuso Maupertuis, se deben estas degradaciones de la luz a la combinación del movimiento rotatorio con el efecto de una forma extremadamente chata, de manera que aparezca más o menos brillante según se nos deja ver de frente o de lado; o quizá, en fin, circulan, alrededor de estas estrellas, grandes cuerpos opacos que nos interceptan periódicamente sus rayos. Las generaciones venideras, multiplicando las observaciones, pronunciarán un juicio seguro sobre la certidumbre de estas hipótesis, que todavía no pueden someterse al cálculo.

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