CAPÍTULO I

PRIMERAS NOCIONES DE LA TIERRA

  1. Idea general de la tierra. - 2. Efectos visibles de la redondez de la tierra: horizonte, vertical, zenit, nadir: depresión del horizonte. - 3. Grande aproximación de la tierra a la forma esférica. - 4. Atmósfera. - 5. Refracción.

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La tierra es un gran cuerpo, separado de todos los otros en el espacio, sin apoyo alguno sólido, de una figura que se acerca mucho a la esférica.

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De la redondez de la tierra procede que, cuando en una nave nos alejamos de la costa dejamos de ver sucesivamente las faldas, las cuestas y al fin las cumbres de una elevada cordillera; porque entre estos objetos y nosotros se va levantando poco a poco la curvatura de la tierra cubierta por las aguas del mar. Por la misma razón, para los que miran la nave desde el puerto, desaparece primero el casco, y después gradualmente las velas; como si se fuera hundiendo poco a poco en el agua. Si la tierra fuese plana, pudiéramos alcanzar a ver las regiones distantes de que sólo nos separa la mar, una vez que en ésta no hay montes que embaracen la vista: desde las playas de Chile, auxiliados de un telescopio, podríamos ver las islas de la Oceanía, el Japón y la China.

Muestran también la redondez de la tierra los viajes que se hacen alrededor de ella, en los cuales, llevando una dirección constante, puede volver el viajero al paraje de donde partió después de haber atravesado un espacio más o menos largo; como debe suceder necesariamente en la superficie de un cuerpo redondo.

Cuando embarcados perdemos de vista el puerto y navegamos en una misma dirección hasta volver al punto de donde hemos partido, vemos siempre extendida alrededor de nosotros una vasta llanura circular que toca por toda su circunferencia la bóveda celeste, excepto donde lo impiden las islas y continentes que en nuestro camino divisamos. Decimos entonces que el mar hace horizonte, esto es, limita la vista: horizonte se deriva de una palabra griega que significa limitar. Un vasto llano terrestre, como el de las pampas de Buenos Aires, hace también horizonte.

Considerada la tierra como esférica, el horizonte es un plano circular, terminado por el cielo, y tangente a la superficie terrestre en aquel punto donde se halla colocado el observador. Con este plano coincide a la vista la superficie de las aguas, y de las grandes llanuras que llamamos horizontales: superficie realmente convexa, aunque a la distancia a que alcanza la vista, no nos sea posible percibirlo. Cada punto de la tierra tiene pues su horizonte. Pasamos de uno a otro insensiblemente, y caminando hacia la circunferencia nos hallamos siempre en el centro: fenómeno que sólo puede tener lugar en la superficie de un gran cuerpo redondo.

La línea que describen los cuerpos cuando caen abandonados a su peso, es vertical, esto es, perpendicular al horizonte; y si la prolongamos imaginariamente, pasará por el centro de la tierra, considerada como una esfera perfecta, y sus extremidades tocarán el cielo en dos puntos opuestos: el superior se llama zenit, y el inferior nadir. Como cada lugar de la superficie terrestre tiene su horizonte, tiene también su vertical, su zenit y nadir peculiares; cada vertical pasa por dos puntos opuestos de la superficie terrestre; y el centro de la tierra es el punto en que todas las verticales se cruzan.

Si el ojo espectador fuese un punto matemático situado en la llanura horizontal que parece extenderse hasta la esfera celeste, el horizonte dividiría la esfera en dos porciones, la una visible, la otra interceptada por la tierra. Pero como esa suposición no es exacta, pues el ojo espectador está siempre más o menos elevado sobre la superficie horizontal, el circulo que le limita la vista del cielo no coincide con el verdadero horizonte o plano tangente que dejamos descrito. Por un efecto de la redondez de la tierra, hay siempre debajo del horizonte real una banda o zona celeste visible, cuyo limite inferior se llama horizonte sensible. El ancho de esa zona se llama depresión del horizonte; crece más y más a medida que se eleva el observador; y aun a pequeñas elevaciones es una cantidad apreciable, que puede medirse con instrumentos acomodados.

El horizonte sensible abrazará también una porción tanto mayor de la superficie terrestre, cuanto más nos elevemos sobre ella; y sin embargo, el espacio que abrace nos parecerá menor y menor, porque se medirá por un ángulo cuyo ápice está en el ojo espectador, y cuyos lados, como las piernas de un compás, van acercándose más y más el uno al otro, a medida que nos elevamos. Esto se debe también a la esfericidad de la tierra; y podemos percibirlo, con buenos instrumentos, aun a pequeñas alturas.

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La figura de la tierra se acerca mucho a la de una esfera perfecta. Los montes que nos parecen dar una forma tan irregular a su superficie, son, respecto de su magnitud, como las pequeñas asperezas de la corteza de una naranja, comparadas con el tamaño de esta fruta. No hay en esto la menor exageración. La altura del Dhawalagiri, que pertenece a la cordillera de Himalaya, y es el monte más elevado que se conoce, no es igual a 1/1600 del diámetro de la tierra1. Si representamos pues la tierra por un globo de 16 pulgadas de diámetro, el monte más alto sería representado en él por una protuberancia de un centésimo de pulgada, y no haría más bulto que un menudo grano de arena. La mina más profunda sería como una picada de alfiler, imperceptible a la simple vista2. Y siendo probable que la mayor profundidad del mar no exceda a la mayor elevación de los continentes, el océano, reducido a la misma escala sería como la delgada capa de líquido que un pincel mojado dejase sobre la superficie de ese globo.

1. Algunos hacen subir la altura del Dhawalagiri hasta 8556 metros, que es algo más de un mil y seiscientos avo del diámetro terrestre; pero no se puede mirar con tanta confianza esta medida, como la del Jawagir en la misma cordillera (7848 metros), que es la cumbre más alta que ha podido medirse con exactitud. En Bolivia el Sorata sube a 7696 metros, y el Illimani a 7315, descollando ambas sobre el Chimborazo (6530), y todos ellos sobre el Monte Blanco de Europa (4808). (Humboldt, Cosmos). (Nota de Bello).
2. Según Humboldt en su obra citada, las excavaciones naturales y artificiales han llegado apenas a 650 metros de profundidad bajo el nivel del mar. La más honda conocida es acaso la de un pozo artesiano cerca de Minden en Prusia, que en 1844 era de 607 metros. Caminando de Jerusalén hacia el Mar Muerto anda el viajero a cielo descubierto sobre capas de roca que tienen 422 metros de profundidad bajo el nivel del Mediterráneo. (Nota de Bello).

Lo que hace que la figura de la tierra no sea perfectamente esférica, no es tanto la irregularidad de sus montes y valles, como el estar, según después veremos, algo comprimida o achatada en dos puntos opuestos llamados polos. No son pues iguales entre sí todos los diámetros de la tierra, como debieran serlo en una esfera perfecta. Pero este achatamiento se computa en poco más de 1/300 del diámetro máximo, y en el globo de que hemos hablado sería como 5 a 6 centésimas de pulgada.

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Cuando subimos a grandes alturas, experimentamos sensaciones desagradables, porque no respiramos suficiente cantidad de aire a causa de la menor densidad de este fluido a medida que nos elevamos en él. Si la densidad del aire se mantuviese siempre una misma, a diferencias iguales de altura corresponderían diferencias iguales en el peso de la atmósfera superincumbente. Subiendo a una altura de 1000 pies ingleses1, dejamos debajo de nosotros un treintavo de toda la masa atmosférica, según nos lo indica el barómetro. Subiendo pues a 2000 pies, deberíamos dejar dos treintavos; a 3000 pies, tres treintavos; y así sucesivamente. Pero no es esto lo que sucede. El aire es, como todos los gases, extremadamente compresible; y las capas inferiores, teniendo que soportar todo el peso de las superiores, están sucesivamente más comprimidas: de que se sigue que la densidad de una columna atmosférica debe ir disminuyendo progresivamente desde la superficie de la tierra hasta las regiones más elevadas de la atmósfera. En efecto, a 10.600 pies ingleses de elevación (algo menos que de la cumbre del Etna) tenemos debajo de nosotros un tercio de la masa atmosférica, y a 18.000 pies (próximamente la altura del Cotopaxi) tenemos debajo la mitad; en lugar de 353 milésimos que corresponderían a la primera altura, y 600 milésimos a la segunda. Por cálculos fundados en observaciones y experimentos se demuestra que, subiendo más todavía, el peso de la atmósfera superincumbente sería cada vez más y más de lo que correspondiese a la altura perpendicular. El aire, pues, se va enrareciendo según nos elevamos sobre la superficie de la tierra, y su enrarecimiento es cada vez más rápido. Por los mismos cálculos, se demuestra que a la altura de un centésimo del diámetro terrestre, la tenuidad del aire es tan grande que ni la combustión ni la vida animal podrían subsistir en él; y nuestros más delicados medios de apreciar una cantidad de este fluido, no nos darían indicio alguno de su presencia. Por lo tanto, los espacios que se elevan a mayor altura que la de 125.000 metros, pueden mirarse como vacíos de aire, y consiguientemente de nubes; pues éstas son meros agregados de vapores que flotan en el fluido atmosférico y lo enturbian. Parece por muchas indicaciones que la mayor elevación de las nubes visibles no pasa nunca de 16 a 17.000 metros: el peso del aire es allí como una octava parte del que tiene al nivel del mar1.

1. El pie inglés tiene 0,305 metros (Maltebrun). La vara castellana es al metro como 836 a 1000. (Nota de Bello).
1. Sir John Herschel fija este límite en 10 millas. La milla inglesa tiene 5280 pies ingleses que equivalen a 1610 metros. (Nota de Bello).

La atmósfera es, por lo dicho, como un océano aéreo cuya densidad disminuye rápidamente a medida que nos elevamos en él, hasta un límite en que ya no nos sería posible percibir su existencia. Este océano, en comparación del globo terráqueo, es como la pelusa de un durazno mediano, comparada con el volumen de esta fruta.

El aire, a pesar de su aparente diafanidad, intercepta la luz y la refleja, como los otros cuerpos. Pero siendo pequeñísimas y estando muy separadas unas de otras las partículas de que se compone, no podemos percibirlo por la vista, sino cuando se extiende en grandes masas que ocupan un vasto espacio. Entonces la multitud de rayos luminosos que las partículas aéreas reflejan, produce en nuestros ojos una impresión sensible, y vemos su color, que es azul. De aquí el tinte azulado de los objetos entre los cuales y nosotros se interpone una gran masa de aire. Este tinte colora los montes lejanos; y es tanto más vivo, cuanto a mayor distancia se hallan. Así, para pintar los objetos lejanos, es preciso apagarlos, esto es, debilitar más o menos sus matices propios, tiñéndolos de azul. Es también el color propio del aire el que atribuimos a la bóveda esférica que el vulgo llama cielo, y en que parecen estar clavados los astros; pero que en realidad es una mera ilusión de la vista. Elevándonos en la atmósfera, pierde este color su brillo; en la cumbre de un alto monte, o en un globo aerostático muy elevado, el cielo parece casi negro.

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La milla inglesa tiene 5.280 pies ingleses

fig. 1

Es una ley de la naturaleza que los rayos de luz varían de dirección, siempre que pasan oblicuamente de un medio a otro de diferente densidad, como del aire al agua, o del vidrio al aire; fenómeno que se llama refracción, y que podemos observar en multitud de experimentos: así es que nos parece quebrado un bastón por una de sus extremidades que se sumerge oblicuamente en el agua, y que los objetos mirados al través de un prisma de cristal parecen mudar de situación.

Apliquemos esto a los rayos de luz que nos envía, por ejemplo, una estrella: muévense en línea recta hasta llegar al más alto límite de la atmósfera, y al penetrar en ella se doblan hacia abajo; inflexión inapreciable al principio por la tenuidad extrema de las más altas capas atmosféricas pero gradualmente mayor, según crece la densidad del aire. Variando, pues, continuamente de dirección según pasan por las diversas capas A''' A'' A' A (fig. 1).

fig. 1: fig. 1

que suponemos forman una serie continua, en que SR''' R'' R' O, cóncava hacia la superficie de la tierra. Los rayos de luz SR''' R'' R' O, que después de sufrir esta refracción llegan al observador en O, son los únicos por los cuales le es visible la estrella; y como es una ley de la naturaleza que veamos los objetos en la dirección en que nos hieren los rayos que nos vienen de ellos, se sigue que el observador ve la estrella en la última dirección de los rayos que se la hacen visible. Esta última dirección es la de una línea recta OS', tangente a dicha curva en O, y terminada, no en el lugar verdadero de la estrella, como sucedería si los rayos no hubiesen sufrido inflexión alguna, sino en un punto de la esfera celeste, situado más arriba que la estrella. Por consiguiente, vemos la estrella, no en su lugar verdadero, sino en otro más cercano al zenit.

Si nos figuramos un plano vertical OSC, que pasa por un objeto celeste, por el ojo observador y por el centro de la tierra, este objeto en virtud de la refracción se acercará al zenit: pero sin salir de aquel plano; a lo menos en circunstancias ordinarias. La refracción no altera pues la posición de los objetos, sino relativamente a su altura angular sobre el horizonte. En el zenit, es nula; crece con la distancia angular de los objetos al zenit; y el incremento es más rápido cuanto más se avecinan al horizonte, donde llega a su máximo, que es una cantidad algo más grande que el diámetro aparente del sol o la luna. Así, cuando vemos que uno de estos astros toca por su borde inferior al horizonte, todo su disco está en realidad debajo, y la convexidad de la tierra no nos dejaría verlo a no ser por la refracción.

De lo dicho se sigue que cuando vemos un objeto celeste que no está en el zenit, es necesario deducir de su altura aparente el efecto de la refracción, para saber dónde está realmente. Hácese esa deducción por medio de tablas que los astrónomos han construido al intento.

Otro efecto de la refracción es desfigurar las formas y proporciones de los objetos que se ven a poca distancia del horizonte. El sol, por ejemplo, que a una altura considerable parece redondo, cerca del horizonte parece de una figura ovalada, en que el diámetro vertical es menor que el horizontal, y el borde superior menos chato que el inferior. El sol y la luna nos parecen también de mayor volumen, y se nos figura que las constelaciones se extienden sobre más ancho espacio, cuando están muy cerca del horizonte1; pero no se debe a la refracción este efecto, sino a nuestra imaginación sola. La parte del hemisferio celeste visible, que está cercana al horizonte, se nos figura, por la interposición de los objetos terrestres, más distante que la parte cercana al zenit; y supuesto que en la estima que hacemos de la magnitud de un objeto entra como elemento su distancia, el sol, la luna y las constelaciones deben parecemos mayores en la cercanía del horizonte, que cuando los vemos aislados en la inmensidad de los cielos.

1. Esta aprensión nuestra es particularmente digna de notarse respecto de la luna, cuyo diámetro aparente, medido con exactitud, es mayor en el zenit que en el horizonte, por estar allí a menos distancia de nosotros. (Nota de Bello).

A este juicio erróneo que formamos sobre la magnitud de los objetos celestes colocados cerca del horizonte, acompaña otro efecto, y es el de amortiguarse su brillo, porque los rayos luminosos que nos envían tienen que atravesar entonces una región atmosférica mucho más densa y vaporosa.

Siempre que un rayo de luz pasa oblicuamente de una capa atmosférica a otras de diferente densidad, su curso no es rectilíneo sino curvo; de que se sigue que todo objeto que se vea por medio de ese rayo, aparecerá desviado de su verdadero lugar, sea que, como todos los objetos celestes, esté situado fuera de la atmósfera o que se halle sumergido en ella, como la cima de un monte mirada desde un valle, o como la cúspide de una torre, mirada desde una cumbre que la domina.

Toda diferencia de nivel, acompañada, como no puede menos de estarlo, de una diferencia de densidad en las capas aéreas, debe producir cierta cantidad de refracción, y cierto desvío visual. La de los objetos colocados fuera de la atmósfera, se llama refracción astronómica; la de los objetos sumergidos en ella, refracción terrestre.

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