III

HIERRO METEÓRICO DEL CHACO*

*. Este artículo se publicó en El Repertorio Americano, III, Londres, abril de 1827, pp. 147-151, firmado con las iniciales A. B. Se reprodujo en O.C. XIV. pp. 369-372. (Comisión Editora. Caracas).

Es célebre entre los físicos y mineralogistas la gran masa de hierro nativo que existe en el Chaco, a 70 leguas de Santiago del Estero, y que dieron a conocer en Europa don Miguel Rubín de Celis y don Pedro Cerviño, que la examinaron en 1783 por orden del rey. Habiendo salido de aquella ciudad, cuya posición determinaron a la latitud de 27° 47’42’’, y dirigiéndose en línea recta por el rumbo norte 85° al este, conducidos por algunos habitantes del país, la hallaron a la distancia referida, después de haber atravesado llanuras continuas, sin que se les ofreciese a la vista una sola piedra, que es lo que sucede en toda la extensión del Chaco. Se sabe por el diario de Celis y Cerviño que el hierro está colocado horizontalmente sobre una superficie arcillosa y desnuda, como se ha dicho, de piedras; y que no está hundido en la tierra, de lo que se aseguraron haciendo una excavación lateral. Este hierro es puro, flexible, maleable en la fragua, obediente a la lima, pero al mismo tiempo durísimo, y encierra mucho zinc, y por esta razón se conserva en un ser, resistiendo a todas las intemperies del aire. Aunque su superficie presenta desigualdades, y se echa de ver que se le han cortado grandes pedazos, sus dimensiones son (o eran a lo menos en 1783) las que siguen: longitud 117 pulgadas castellanas; anchura, 72; grosor, 54; volumen, por consiguiente, 454 896 pulgadas cubicas.

El origen de esta masa de hierro nativo en semejante situación había parecido un fenómeno inexplicable, aunque no único. Pallas encontró en Siberia, sobre la cumbre de un monte vecino al caudaloso río Yenisei, en la cordillera Kemir, una masa enorme del mismo metal, del peso de 1,680 libras rusas. En Aken, cerca de Magdeburgo, se halló, bajo el empedrado de la ciudad, otra grandísima en que se reconocieron todas las cualidades del mejor acero de Inglaterra.

Hoy se sabe que estos cuerpos pertenecen a la clase de aquellos que recientemente han ocupado mucho la imaginación de los sabios, y que se han llamado bólidos, aerolitos, meteorolitos, como si dijésemos piedras arrojadizas, piedras del aire, piedras meteóricas, porque efectivamente se les ha visto caer de las regiones superiores de la atmósfera, acompañadas de apariencias meteóricas, fenómeno atestiguado por varios escritores antiguos, y conocido en todos tiempos del vulgo, pero hasta estos últimos años contradicho por los físicos, que lo contaban entre las patrañas de la credulidad, porque no podían concebirlo ni ajustarlo con las leyes de la naturaleza. Pero al fin, varias sociedades célebres, y entre otras el instituto de Francia, estimuladas por multitud de comunicaciones de autoridad no despreciable, prestaron particular atención a este fenómeno. Ofrecióse en Francia una buena ocasión. En 26 de abril de 1803, cayó en Langres (departamento del Orne) una lluvia horrorosa de piedras; todo el mundo hablaba de ellas; mostrábanse en los paseos públicos; Chaptal, ministro entonces del interior, propuso a sus colegas del instituto que enviasen un comisario a Langres para certificarse de la verdad; y Biot, a quien se dio esta comisión, presentó un informe tan circunstanciado del hecho, y apoyado de pruebas tan convincentes, que no se pudo ya revocar en duda que efectivamente caen piedras de la atmósfera.

Los meteorolitos (o meteorites, como los llaman otros) se muestran desde luego bajo la forma de un globo de fuego movido con suma velocidad, y cuyo tamaño aparente es a menudo como el del disco de la luna, menor a veces, y otras muchísimo mayor. Se les ve arrojar chispas y llevar tras sí un rastro de luz, que desaparece al cabo de uno o dos minutos, dejando en su lugar una nubecilla blanquecina a manera de humo, que se disipa también muy presto. Óyese luego una o más detonaciones tan fuertes como las de una pieza de artillería de grueso calibre, a las cuales se sigue un ruido como el que haría el redoble simultáneo de muchos tambores, o el rodar de multitud de carrozas sobre el suelo empedrado, tras ese ruido se oye silbar el aire, y finalmente se ven caer piedras que, precipitándose con grande impetuosidad, se hunden más o menos profundamente en la tierra. Varían mucho estas piedras en número y tamaño, y al momento de caer están calientes y despiden un fuerte olor sulfúreo. Su caída no parece tener relación alguna con el estado meteorológico de la atmósfera, pues se verifica a todas latitudes y en todas las estaciones. Largo sería enumerar los fenómenos de esta especie que se han observado, desde que se averiguaron exactamente sus circunstancias. Ellos han dado materia a varios catálogos y tratados, como los de Chladni, Izarn y Bigot, en que se halla la lista cronológica de todas las lluvias y descensos de piedras de que se conserva memoria desde el año 1478 antes de la era vulgar hasta nuestros días.

Calificada la certeza del hecho, se trató de explicarlo. Unos suponen que estos cuerpos sólidos se forman por la condensación de sus elementos, que existen en las regiones elevadas de la atmósfera bajo la forma de gases; teoría que apoyan varios fenómenos observados en los laboratorios de química, en que la combinación de sustancias aeriformes produce súbitamente cuerpos sólidos y opacos. Pero se objeta que los meteorites se componen de metales o sustancias que tienen afinidad con esta clase de cuerpos, imposible de volatilizarse por cuantos medios se conocen, y que no es verosímil existan en el espacio principios metálicos en estado de gases.

Pero ¿qué datos ciertos tenemos sobre la naturaleza de los que hemos querido llamar cuerpos simples? ¿Qué prueba tenemos de que lo sean los metales o cualesquiera otras de las sustancias que no se han podido descomponer todavía? ¿Quién nos asegura que aquéllos no constan de los mismos principios constituyentes que nuestra atmósfera o que los fluidos etéreos sobrepuestos a ella? ¿Podemos medir por nuestros conocimientos químicos las fuerzas y recursos de la naturaleza?

Otros imaginaron que, en virtud de alguna catástrofe cuyas causas y circunstancias ignoramos, se hizo pedazos algún planeta, y que sus fragmentos continuaron dando vueltas en el espacio, hasta entrar en la esfera de atracción del globo terrestre, donde su roce con el aire atmosférico los calienta hasta el punto de encenderlos y de producir los fenómenos que dejamos expuestos. Esta catástrofe planetaria es una suposición algo aventurada, porque tales accidentes, por parciales que sean, desdicen de la armonía constante observada en el sistema del universo. Sin embargo, el ilustre geómetra Lagrange abrazó esta teoría, que cuenta gran número de partidarios.

Otros, en fin, con Laplace, han apelado a volcanes existentes en la luna, que se suponen lanzar los meteorites con bastante fuerza para que lleguen a la esfera de atracción de la tierra y se precipiten en ella. La dirección oblicua en que caen necesita ciertamente de una fuerza proyectriz, cualquiera que sea, y la hipótesis de los volcanes de la luna la explica. Ni debe admirarnos la excesiva potencia del impulso necesario para arrojar estos cuerpos a tanta distancia, porque se ha calculado que bastaría que fuese cinco veces mayor que la que dispara una bala de cañón. ¿Osaríamos pues, creer a la naturaleza tan escasa de medios, que apenas pudiese aventajar a los nuestros? Pero es de advertir que ella no emplea semejantes fuerzas en los volcanes terrestres.

La análisis química de los meteorites ha demostrado en ellos la existencia de varios metales, principalmente hierro en el estado nativo; y por consiguiente, los mineralogistas los han clasificado con este metal. Las subdivisiones de estos minerales singulares, que a la verdad no tienen analogía con los demás cuerpos inorgánicos que cubren la superficie o están escondidos en las entrañas de la tierra, se distinguen entre sí por caracteres exteriores constantes; pero todas ellas ofrecen una composición que tiene por bases principales el hierro, el níquel, el cromo, la sílice y la magnesia.

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